El plano sobre el que quiso diseñar
el boceto mostraba un aspecto inmaculado. Ni una sola gota de la tinta de mi
conciencia se había depositado en una superficie todavía virgen. Únicamente existía
un dibujo a mano alzada que, como tantas ideas en su vida, él había guardado a
partes iguales entre su pensamiento de ritmo infatigable y algún folio doblado
y escondido por las páginas de uno de sus muchos libros.
Sobre el pálido papel vegetal él aún
no había dibujado muros, ni puertas ni ventanas. Él aún no había decidido el lugar
que ocuparían los muebles, ni las rampas ni escaleras. Todo estaba lejos de ser
construido cuando su profunda voz, ya rasgada por el trasiego continuado del
humo del tabaco, me dijo con mucha seriedad: "en la vida hay que estudiar y
sacrificarse, y si lo haces, algún día podrás llegar a ser arquitecto". En
aquel momento no sabía lo que implicaban esas palabras, pero como tantas ideas
en mi vida, decidieron quedarse en la zona de mi memoria que nunca olvida ni su
cuándo ni su quién.
Antes que ningún otro muro de carga,
trazó el muro de la amistad, porque él fue mi primer verdadero amigo. Levantado
después, el amor, sobre los cimientos de la amistad, lo haría mucho más fuerte
ante los reveses de la vida. De lunes a jueves dábamos tregua a nuestra amistad
al tener él un trabajo que le absorbía de sol a sol y al educarme yo en el Colegio Público Antonio de Nebrija con el que estaré perpetuamente en deuda por el maravilloso grupo de buenas personas que cruzó en mi destino. Claro que los
viernes llegaba la fiesta, por ser el único día de la semana que al llegar del colegio
siempre me lo encontraría en casa, algunas veces despierto, otras muchas
dormido, pero siempre en ese butacón de eskay desde el que todo lo vio venir.
Los viernes de invierno no ofrecían muchas invitaciones a salir, pero desde el
momento del año en que el día le torcía el brazo a la noche, las tardes de los
viernes se unían a las mañanas y tardes de sábados y de domingos para disfrutar
con mi primer verdadero amigo de la aventura del fin de semana.
Junto al de la amistad de mi primer
verdadero amigo situó, inseparable, el muro del amor por la naturaleza. Nuestro tiempo juntos discurría en un espacio abierto de enormes dimensiones cuya frontera llegaba hasta donde alcanzara el depósito de gasolina de aquel Seat 131 de la tierna niñez, o
ese Citroen BX de cuando la pubertad llamaba con timidez a la puerta. En ese
espacio abierto podíamos ir a lavar el coche al río Torote bajo los ojos del
puente de la carretera de Daganzo, unos ojos que hoy sé que se elevan hacia
el infinito cielo, y encarnados en su persona velan para que mis travesuras sigan teniendo el
mismo final feliz. O podíamos ir a coger achicorias en la temprana primavera
cuando aún la campiña no había sido sembrada, para labrar a su vez en mí el
instinto de comprender que la tierra nos devuelve lo que en ella depositamos y
cuidamos con cariño. Algunas veces incluso podíamos volver con las manos ensangrentadas
después de rebuscar espárragos silvestres por entre las esparragueras de los
cerros de Torres de la Alameda, esos cerros que en mis años de infancia me parecían
montañas y desde los que cuando salían a nuestro paso los conejos o las liebres él siempre me explicaba los matices que hay entre ambas especies, para enseñarme
que la sabiduría consiste en distinguir los pequeños detalles que nos hacen
diferentes en un entorno lleno de semejanzas.
El amor por la familia sería el
tercero de los muros, y el que dibujó con más esmero. Todo lo hacía por y para
su familia. Poco importaba lo lejos, como cuando le tocaba cruzar España de extremo a
extremo sólo para traer un sueldo que asegurase que a su familia no le faltase
nada. Poco importaba lo caro, como cuando a pesar del esfuerzo económico que suponía que en ese
tercer piso de un humilde barrio obrero entrara un PC no dudó en instalarlo en mi habitación. Poco importaba el tiempo que
le pudiera llevar fabricar algo cuando pensaba que sus manos lo sabrían hacer, y era cuestión de tiempo idearlo, diseñarlo, comprar los materiales y no
descansar hasta que finalmente quedara hecho. Poco importaba nada porque si algo era necesario para
su familia, él se sacrificaría para conseguirlo y nunca pediría nada a cambio.
En realidad sólo pedía que fuéramos conscientes del esfuerzo que suponían algunas
necesidades, y también un beso, siempre un beso en la mejilla, tanto por la
mañana como por la noche, porque diera igual lo que hubiera ocurrido, la
trastada que yo hubiera cometido o el castigo que bajo el egoísta prisma de un
niño siempre era injusto, el beso al levantarse y al acostarse era el símbolo
de que los hechos, las trastadas y los castigos vienen y se van, pero el amor
por la familia permanece y se deja mirar a los ojos todos los días.
En uno de los postreros años en que
disfrutaríamos de un mes entero de vacaciones en la playa de Matalascañas, comenzó el último de los muros. La adolescencia estaba a la vuelta de la
esquina, los estudios empezarían a cambiarlo todo y la inevitable entrada de
nuevas personas en nuestras vidas haría más difícil reunirnos de nuevo por
semejante tiempo. El mes estaba transcurriendo sin alegrías desde la tribuna del pescador que con tanto orgullo fue y con tanto orgullo me
enseñó a ser. Ni una sola pieza, ni una sola picada digna de mención, ninguna
batalla que contar. El último domingo antes de volvernos a Alcalá me dijo de
levantarnos pronto, casi al alba, para caminar más lejos que nunca, situarnos en un lugar tranquilo de bañistas y aprovechar
que al final de la mañana la marea estaría alta y los peces grandes seguramente
irían a comer cerca de la orilla de una playa en la que corriendo por su arenas
y nadando entre sus olas mis músculos ganaron más fuerza que en ningún otro
lugar del mundo. Allá madrugamos y marchamos con la sensación de que ésa podría
ser una jornada para recordar. Y nuestra intuición se hizo realidad cuando su
caña dibujó varias veces una línea tan arqueada como sus pobladas cejas,
indicando sin titubeos que una buena pieza había picado. Le vi disfrutar más
que casi ningún otro día en su vida, saboreando el dulzor de haber esperado al
momento preciso para dejar que los astros, sus astros, se alineasen y así devolviesen
el fruto de la larga espera. Y después de su mañana triunfal, comenzó a
recoger, porque la hora de la comida estaba ya sobrepasada y debíamos desandar el camino, por lo que descuidó por un
instante las cañas, momento que aprovechó la última "anchova" del
banco de peces que le hizo vibrar minutos antes para tirar mi caña al suelo de
un mordisco que significó algo más que un bocado para mi personalidad.
-¡Que han picado en mi caña! -yo reaccioné gritando.
-¡Cógela tú, que a mí no me da tiempo a llegar! -él me miró respondiendo.
Y la tomé, sujetándola sobre la ingle como muchas veces me había enseñado y aguantándola hasta que él llegó a mi altura. En ese momento me di cuenta que, después de un mes de espera, la picada sólo era el principio y que nadie se podía precipitar para traer la pieza a la orilla.
-Déjame traerla a mí- le dije.
-Si crees que lo puedes hacer, adelante- él me respondió, como otras veces hizo.
Fue una intensa batalla de más de media hora, dando en cada asalto casi el mismo sedal del que recogía, porque ella intuiría que mis músculos aún no podían dominarla y yo me empezaba a dar cuenta de lo que había que hacer cuando la fuerza se va de tu lado. Y así la traje a la orilla, agotado, literalmente extenuado, y la recogí con unos brazos que temblaban y apenas podían calcular las distancias ni abrir o cerrar las manos del esfuerzo que acababan de hacer. El mejor recuerdo para él fue la foto de aquel momento y de la que sacó dos copias. De una nunca se separaría en su vida. La otra la colgó en el muro de la paciencia recién terminado que desde entonces me ha sostenido cuando otros soportes han flaqueado.
-¡Que han picado en mi caña! -yo reaccioné gritando.
-¡Cógela tú, que a mí no me da tiempo a llegar! -él me miró respondiendo.
Y la tomé, sujetándola sobre la ingle como muchas veces me había enseñado y aguantándola hasta que él llegó a mi altura. En ese momento me di cuenta que, después de un mes de espera, la picada sólo era el principio y que nadie se podía precipitar para traer la pieza a la orilla.
-Déjame traerla a mí- le dije.
-Si crees que lo puedes hacer, adelante- él me respondió, como otras veces hizo.
Fue una intensa batalla de más de media hora, dando en cada asalto casi el mismo sedal del que recogía, porque ella intuiría que mis músculos aún no podían dominarla y yo me empezaba a dar cuenta de lo que había que hacer cuando la fuerza se va de tu lado. Y así la traje a la orilla, agotado, literalmente extenuado, y la recogí con unos brazos que temblaban y apenas podían calcular las distancias ni abrir o cerrar las manos del esfuerzo que acababan de hacer. El mejor recuerdo para él fue la foto de aquel momento y de la que sacó dos copias. De una nunca se separaría en su vida. La otra la colgó en el muro de la paciencia recién terminado que desde entonces me ha sostenido cuando otros soportes han flaqueado.
Y en una mañana fría de diciembre y
ajenos al ocaso que se estaba avecinando, dimos un último paseo como los amigos
que siempre fuimos por los cerros de Alcalá. Unos cerros que esa vez parecieron
montañas para él, y en los que varias veces me tocó ponerme detrás y empujarle para subir alguna loma, tal y como él hizo durante toda su vida conmigo.
Llegamos arriba rodeados de la naturaleza que me enseñó a amar, de la mano de
la mujer con la que construyó la familia cuyo amor, e inseparablemente, nos enseñaron a cultivar.
Tardamos más de lo que nos hubiera costado treinta y cinco años atrás en una
tarde cualquiera de viernes, pero eso daba igual porque haciendo un nuevo
ejercicio de paciencia llegamos al sitio donde quedó revelada para siempre
una fotografía que recordaré como el lugar donde hubiéramos
podido gritar todo lo que juntos vivimos.