viernes, 5 de mayo de 2017

Arquitecto


El plano sobre el que quiso diseñar el boceto mostraba un aspecto inmaculado. Ni una sola gota de la tinta de mi conciencia se había depositado en una superficie todavía virgen. Únicamente existía un dibujo a mano alzada que, como tantas ideas en su vida, él había guardado a partes iguales entre su pensamiento de ritmo infatigable y algún folio doblado y escondido por las páginas de uno de sus muchos libros.

Sobre el pálido papel vegetal él aún no había dibujado muros, ni puertas ni ventanas. Él aún no había decidido el lugar que ocuparían los muebles, ni las rampas ni escaleras. Todo estaba lejos de ser construido cuando su profunda voz, ya rasgada por el trasiego continuado del humo del tabaco, me dijo con mucha seriedad: "en la vida hay que estudiar y sacrificarse, y si lo haces, algún día podrás llegar a ser arquitecto". En aquel momento no sabía lo que implicaban esas palabras, pero como tantas ideas en mi vida, decidieron quedarse en la zona de mi memoria que nunca olvida ni su cuándo ni su quién.

Antes que ningún otro muro de carga, trazó el muro de la amistad, porque él fue mi primer verdadero amigo. Levantado después, el amor, sobre los cimientos de la amistad, lo haría mucho más fuerte ante los reveses de la vida. De lunes a jueves dábamos tregua a nuestra amistad al tener él un trabajo que le absorbía de sol a sol y al educarme yo en el Colegio Público Antonio de Nebrija con el que estaré perpetuamente en deuda por el maravilloso grupo de buenas personas que cruzó en mi destino. Claro que los viernes llegaba la fiesta, por ser el único día de la semana que al llegar del colegio siempre me lo encontraría en casa, algunas veces despierto, otras muchas dormido, pero siempre en ese butacón de eskay desde el que todo lo vio venir. Los viernes de invierno no ofrecían muchas invitaciones a salir, pero desde el momento del año en que el día le torcía el brazo a la noche, las tardes de los viernes se unían a las mañanas y tardes de sábados y de domingos para disfrutar con mi primer verdadero amigo de la aventura del fin de semana.

Junto al de la amistad de mi primer verdadero amigo situó, inseparable, el muro del amor por la naturaleza. Nuestro tiempo juntos discurría en un espacio abierto de enormes dimensiones cuya frontera llegaba hasta donde alcanzara el depósito de gasolina de aquel Seat 131 de la tierna niñez, o ese Citroen BX de cuando la pubertad llamaba con timidez a la puerta. En ese espacio abierto podíamos ir a lavar el coche al río Torote bajo los ojos del puente de la carretera de Daganzo, unos ojos que hoy sé que se elevan hacia el infinito cielo, y encarnados en su persona velan para que mis travesuras sigan teniendo el mismo final feliz. O podíamos ir a coger achicorias en la temprana primavera cuando aún la campiña no había sido sembrada, para labrar a su vez en mí el instinto de comprender que la tierra nos devuelve lo que en ella depositamos y cuidamos con cariño. Algunas veces incluso podíamos volver con las manos ensangrentadas después de rebuscar espárragos silvestres por entre las esparragueras de los cerros de Torres de la Alameda, esos cerros que en mis años de infancia me parecían montañas y desde los que cuando salían a nuestro paso los conejos o las liebres él siempre me explicaba los matices que hay entre ambas especies, para enseñarme que la sabiduría consiste en distinguir los pequeños detalles que nos hacen diferentes en un entorno lleno de semejanzas.

El amor por la familia sería el tercero de los muros, y el que dibujó con más esmero. Todo lo hacía por y para su familia. Poco importaba lo lejos, como cuando le tocaba cruzar España de extremo a extremo sólo para traer un sueldo que asegurase que a su familia no le faltase nada. Poco importaba lo caro, como cuando a pesar del esfuerzo económico que suponía que en ese tercer piso de un humilde barrio obrero entrara un PC no dudó en instalarlo en mi habitación. Poco importaba el tiempo que le pudiera llevar fabricar algo cuando pensaba que sus manos lo sabrían hacer, y era cuestión de tiempo idearlo, diseñarlo, comprar los materiales y no descansar hasta que finalmente quedara hecho. Poco importaba nada porque si algo era necesario para su familia, él se sacrificaría para conseguirlo y nunca pediría nada a cambio. En realidad sólo pedía que fuéramos conscientes del esfuerzo que suponían algunas necesidades, y también un beso, siempre un beso en la mejilla, tanto por la mañana como por la noche, porque diera igual lo que hubiera ocurrido, la trastada que yo hubiera cometido o el castigo que bajo el egoísta prisma de un niño siempre era injusto, el beso al levantarse y al acostarse era el símbolo de que los hechos, las trastadas y los castigos vienen y se van, pero el amor por la familia permanece y se deja mirar a los ojos todos los días.

En uno de los postreros años en que disfrutaríamos de un mes entero de vacaciones en la playa de Matalascañas, comenzó el último de los muros. La adolescencia estaba a la vuelta de la esquina, los estudios empezarían a cambiarlo todo y la inevitable entrada de nuevas personas en nuestras vidas haría más difícil reunirnos de nuevo por semejante tiempo. El mes estaba transcurriendo sin alegrías desde la tribuna del pescador que con tanto orgullo fue y con tanto orgullo me enseñó a ser. Ni una sola pieza, ni una sola picada digna de mención, ninguna batalla que contar. El último domingo antes de volvernos a Alcalá me dijo de levantarnos pronto, casi al alba, para caminar más lejos que nunca, situarnos en un lugar tranquilo de bañistas y aprovechar que al final de la mañana la marea estaría alta y los peces grandes seguramente irían a comer cerca de la orilla de una playa en la que corriendo por su arenas y nadando entre sus olas mis músculos ganaron más fuerza que en ningún otro lugar del mundo. Allá madrugamos y marchamos con la sensación de que ésa podría ser una jornada para recordar. Y nuestra intuición se hizo realidad cuando su caña dibujó varias veces una línea tan arqueada como sus pobladas cejas, indicando sin titubeos que una buena pieza había picado. Le vi disfrutar más que casi ningún otro día en su vida, saboreando el dulzor de haber esperado al momento preciso para dejar que los astros, sus astros, se alineasen y así devolviesen el fruto de la larga espera. Y después de su mañana triunfal, comenzó a recoger, porque la hora de la comida estaba ya sobrepasada y debíamos desandar el camino, por lo que descuidó por un instante las cañas, momento que aprovechó la última "anchova" del banco de peces que le hizo vibrar minutos antes para tirar mi caña al suelo de un mordisco que significó algo más que un bocado para mi personalidad.

-¡Que han picado en mi caña! -yo reaccioné gritando.

-¡Cógela tú, que a mí no me da tiempo a llegar! -él me miró respondiendo.

Y la tomé, sujetándola sobre la ingle como muchas veces me había enseñado y aguantándola hasta que él llegó a mi altura. En ese momento me di cuenta que, después de un mes de espera, la picada sólo era el principio y que nadie se podía precipitar para traer la pieza a la orilla.


-Déjame traerla a mí- le dije.

-Si crees que lo puedes hacer, adelante- él me respondió, como otras veces hizo.

Fue una intensa batalla de más de media hora, dando en cada asalto casi el mismo sedal del que recogía, porque ella intuiría que mis músculos aún no podían dominarla y yo me empezaba a dar cuenta de lo que había que hacer cuando la fuerza se va de tu lado. Y así la traje a la orilla, agotado, literalmente extenuado, y la recogí con unos brazos que temblaban y apenas podían calcular las distancias ni abrir o cerrar las manos del esfuerzo que acababan de hacer. El mejor recuerdo para él fue la foto de aquel momento y de la que sacó dos copias. De una nunca se separaría en su vida. La otra la colgó en el muro de la paciencia recién terminado que desde entonces me ha sostenido cuando otros soportes han flaqueado.

Y en una mañana fría de diciembre y ajenos al ocaso que se estaba avecinando, dimos un último paseo como los amigos que siempre fuimos por los cerros de Alcalá. Unos cerros que esa vez parecieron montañas para él, y en los que varias veces me tocó ponerme detrás y empujarle para subir alguna loma, tal y como él hizo durante toda su vida conmigo. Llegamos arriba rodeados de la naturaleza que me enseñó a amar, de la mano de la mujer con la que construyó la familia cuyo amor, e inseparablemente, nos enseñaron a cultivar. Tardamos más de lo que nos hubiera costado treinta y cinco años atrás en una tarde cualquiera de viernes, pero eso daba igual porque haciendo un nuevo ejercicio de paciencia llegamos al sitio donde quedó revelada para siempre una fotografía que recordaré como el lugar donde hubiéramos podido gritar todo lo que juntos vivimos.

La amistad, el amor por la naturaleza, el amor por la familia y la paciencia. Entre esos cuatro muros él, y a su manera, sigue situando otros elementos que conforman un plano que encontró de un aspecto inmaculado y en el que, con el paso del tiempo, se siguen depositando las gotas de la tinta de mi conciencia y revelan que si hoy se formulase la eterna pregunta que dice "¿qué te gustaría ser de mayor?", respondería, con mucho orgullo, "Arquitecto, como mi padre".





domingo, 13 de noviembre de 2016

Tenerte, media


La primera vez que te tuve cerca ni siquiera te pude mirar a los ojos. Te volví la espalda y te pensé, pero no te quise imaginar. Te sentí, pero no te quise desear. Te rocé, pero no te quise acariciar. Me convencí de que tus ojos estaban hechos para que otros ojos, acaso más jóvenes, te surcaran con la frescura que se le presume a la juventud, y te abandoné de camino a mi casa justo cuando el dolor que mi cuerpo soportaba era más intenso que la dicha de idealizar en mi retina la gloria de alcanzarte. 

Pensé que serías como uno de esos sueños que por la noche se sueñan y por la mañana sólo dejan un borroso recuerdo en la mente, insuficiente para que en otro crepúsculo una chispa de memoria prenda de nuevo el fuego que ardió en una noche mejor. Creí que serías como uno de esos sueños que una vez que se sueñan, nunca más se retoman. Pero me equivoqué.

Me equivoqué y te dejé relegada, porque me sentía complacido pensando que tus ojos estaban hechos para que otros ojos, seguro más jóvenes, te surcaran con la frescura que se le presume a la juventud, y te arrinconé en el lugar en el que las cajas cerradas se apilan sin hacer ruido, y también sin hacer daño. Porque a pesar de que dejaras varias huellas en mi piel, nunca me llegaste a hacer daño.

Una vez por semana te volvía a rondar, y aunque ya me atrevía a mirarte a los ojos, el tenerte arrinconada en el lugar donde las cajas cerradas no hacían ruido, y tampoco hacían daño, me daba la firmeza para conseguir apartarte de mis ideas justo después de haber entrado por la puerta de mi casa. Creí que serías indulgente y te conformarías con estar allí, confinada en el lugar en el que las cajas cerradas se apilan no haciendo ningún ruido, y mucho menos haciendo daño. Pero me equivoqué.

Me equivoqué y te subestimé, porque hubo momentos en que me distanciaba y tardaba más en encontrar el camino de vuelta, bien por sentirme más fuerte y querer llegar más lejos, bien porque mis propios descuidos hacían que pisara por calles por las que nunca había pisado. En esos momentos aprovechabas y te comportabas como una niña traviesa, y tirabas todas las cajas que se apilaban en tu rincón otrora silencioso. La suerte hizo que ninguna de ellas se abriera para desvelar el contenido que igual ni yo mismo hubiera sido capaz de comprender.

Un día algo zarandeó mi brújula, y lo que empezó con un paseo desorientado, terminó con un norte perdido, deambulando más tiempo de la cuenta por unas calles por las que nunca imaginé que acabaría pisando. No muy lejos del lugar donde alguna vez me atreví a mirar a tus ojos, me encontré. Allí me creí que tus ojos también estaban hechos para que otros, quizás no tan jóvenes, te surcaran con la paciencia que se le presume a la virtud de tener experiencia. E ingenuamente creí que al regresar a casa ya habrías vuelto al rincón donde te había relegado, seguramente con las cajas derramadas, pero aún cerradas y todavía en silencio. Pero me equivoqué.

Me equivoqué y te dejé preguntar, porque pensé que preguntando tú, se saciaría tu curiosidad. Porque pensé que respondiendo yo, se orientaría de nuevo mi norte. Me preguntaste si podías abrir una caja. Primero te dije que sí, luego cambié de opinión, y creaste en mí la paradoja de tratar de explicar lo que ni yo mismo hubiera sido capaz de comprender. Y por eso decidí surcar tus ojos dejándome guiar por lo que descubrieran los míos, para encontrar la respuesta mientras idealizaba en mi retina la gloria de alcanzarte.

El viaje preparando ese momento es lo más extraordinario que poseo. Fue el viaje en el que te quise sacar de tu rincón silencioso y convertirte en algo real mientras la música devoraba el tiempo que nos quedaba. Yo mirando a tus ojos pude conocer más de ti. Tú mirando a mis ojos pudiste conocer más de mí. El viaje deshojando ese momento es lo más hermoso que recuerdo. Fue el viaje en que te imaginé cuando empecé a pensarte. Te deseé cuando empecé a sentirte. Te acaricié cuando empecé a rozarte. Y cuanto más se acercaba ese momento, más creí que iba a encontrar la respuesta. Pero me equivoqué.

Me equivoqué y vi cómo inundabas mi camino antes de que ese momento acabara y zarpara definitivamente para así convertirse en un borroso recuerdo en la mente. La lluvia no se achicaba con la distancia e hizo crecer una humedad que nunca podrá arrancarse de mis huesos. Cuanto más se acercaba el instante de saborear la gloria de alcanzarte, más comencé a echarte de menos, aún teniéndote frente a mis ojos, aún conservando entre mis manos algo de tiempo antes de tener que despedirme de ti. El tenerte una vez, media, lo inundó todo, y me hizo olvidar lo demás, incluso lo de explicar lo que ni yo mismo hubiera sido capaz de comprender.

Y a pesar de que todavía hoy sigo sin encontrar la respuesta, no me importará encontrarte cerca otra vez, y soñarte de noche. No me importará equivocarme otra vez, y olvidarte de día. Porque sólo mi cobardía, tu distancia o nuestro Dios podrán evitar que pretenda tenerte de nuevo. Tenerte, esta vez, entera.



domingo, 11 de septiembre de 2016

A contraluz


Volaba con las alas orientadas al Oeste. El peso del olvido las hizo descender por el valle del río cuyo cauce no se puede desandar sin pagar un alto peaje. Emprender el viaje de vuelta, rumbo al Este, debía comenzar dejando despegar de nuevo a los recuerdos.

Apenas iniciada la marcha, de frente hubo una montaña de decisiones que tendría que subir meditando. Y meditando transcurrió la noche, hasta que el tiempo se detuvo en la cumbre y desde allí el momento se dejó sentir de una manera diferente.

Porque la última zancada fue diferente. Había subido la ladera con tanto ímpetu que cuando sus piernas colmaron la cima, la inercia le habría hecho rodar hacia el otro lado de no ser por la mano que le tendió el hilo que confeccionaba sus pensamientos. Por una vez la carga que el hilo llevaba amarrada al otro extremo, y que siempre pretendía tirar hacia el lado contrario, le ayudó a encontrar el equilibrio en el lugar más alto desde el que su vértigo había jugado.

El hilo que confeccionaba sus pensamientos era el que la razón había hilvanado para zurcir un vestido que se ajustaba a su figura con la holgura que la conciencia necesitaba. Discretamente ancho, para que pensara que el cuerpo era libre sin estar desnudo. Veladamente estrecho, para que ese secreto que no quisiera ser descubierto encontrara un escondite tranquilo entre piel propia y tela ajena.

Era el hilo que la sinrazón había enredado al liar la madeja de la locura. Indescifrable si la miraba con la prudencia que en rara ocasión se atreve a tirar de una de las puntas. Pero cristalina para la mirada valiente e ingenua que persigue la verdad y se adentra en el laberinto aún sin saber si tiene una salida.

Era el hilo que el corazón había cortado y remendado, que el corazón había estirado y aflojado, que el corazón había rematado y vuelto a deshilachar para que cada vez que se mirara a contraluz se supiera que había costuras que no cerraron como tenían que haber cerrado.

La última mirada también fue diferente. Sus ojos notaron que la sombría rutina había bebido las gotas postreras de su cantimplora. La oscuridad que le había acompañado en el incierto camino se quería agrietar y así dejar escapar el resplandor que el telón que gobierna el horizonte no podría contener más, para derretir de un sólo destello las promesas que la noche le había concedido momentáneamente.

El telón que gobierna el horizonte era el que separaba a su mejor obra, aquella que silenciosamente escribió cuando los lobos aullaban más fuerte y ensayaba en voz baja por detrás de sus párpados, del escenario asediado por el público que todo lo oye y todo lo ve de manera inmisericorde.

Era el telón que servía de abrigo a la nueva vida que sólo amparaba y daba calor entre sus fantasías, y que después abandonaba, desvestida y malograda, porque su egoísmo no conocía las condenas que la ambición dictaba.

Era el telón que ondulaba sensualmente sus hechuras cuando sus ilusiones silbaban, cantaban y reían desde el balcón donde sabían que nadie las escucharía. El mismo telón que endurecía su cintura, recta e inexpresiva, cuando les suplicaba que bajaran y hablaran en voz alta en el momento que alguien necesitaba que se hiciesen realidad.

Mas el último suspiro de espera fue indeleblemente diferente. Espera con el cuerpo preso por el hilo que confeccionaba sus pensamientos, que en el ocaso de la noche la memoria rasgaba en vanos intentos por recordar de dónde venían los sueños.

Espera, hasta que el hilo no pudo más y quebró su voluntad arrojando el cuerpo por la ladera opuesta que le había conducido hacia la cima, para bajar tan rápido como rápido subió el telón que gobierna el horizonte.

Y se liberó el amanecer, y con él todas las verdades con las que se tendría que cruzar y mirar a contraluz. Incluso aquellas cuyas platónicas proyecciones los prisioneros sólo habían visto impregnadas en aquella platónica pared.

A contraluz la razón se despoja de su sencilla ropa y se pasea desnuda ante unos ojos que sólo pueden distinguir su figura e imaginar sus encantos. Ni siquiera los secretos que se ocultaban tras su vestido tienen sombra, porque con la joven luz del amanecer a su espalda sólo son objetos que aún no han aprendido a hablar y sienten cómo su imagen es engullida por otra sombra todavía más hambrienta.

A contraluz la sinrazón es la niña repeinada que confunde al entendimiento haciéndole creer que no ha hecho una travesura. Cintas con mil vueltas y nudos imposibles se muestran como lazos atusados que sujetan el cabello de la niña adorable que pareciera llorar por capricho, pero ocultan las frustraciones que, bajo la sombra de la luz de media mañana, son la prueba de una batalla ganada contra la osadía.

Pero a contraluz el corazón conserva su forma. Igual da cómo la luz le incida, porque no cejará jamás de ser fiel a sí mismo. Su pardo color en la temprana alba irá tornándose más vivo, quizás por la gracia del sol que avanza sin descanso o quizás por deseos más cercanos que a fuerza de latidos teñirán poco a poco de rojo su piel, hasta que llegue al mediodía pletórico del color que nunca debió perder, como nunca perdió su silueta.

A mediodía, con el sol en lo más alto, las figuras carecen de sombra. Y de pasado. Y de futuro. Rumbo al Este, al caer el sol, las figuras al encuentro recobrarán el esplendor y será el momento de volver a leer en sus brillos aquello que ocultaban cuando se las miraba a contraluz.


sábado, 2 de enero de 2016

Latir tras la tormenta

Rayo, rauda luz en felicidad,
trueno, luengo grito de la tristeza,
gris tiembla el latir en la oscuridad
cada vez que se rompe alguna pieza.

Sangra yerto en el filo del cristal
quebrantado en la voz de la paciencia,
oprimido en el miedo universal,
rubor frío envolviendo la existencia.

Tenue penumbra de manto lunar
suelta el nudo arraigado del destino,
lluvia cesante y sosiego de mar
redimen al alba abriendo el camino

hacia el sol que diluye la tormenta
con calor, armonía y marcha lenta


domingo, 12 de abril de 2015

Una droga inmaterial

Es imposible saber si está más cerca el principio, o lo que está más cerca es el final, pero lo que este extraño mapa dice es que por aquí se encuentra la mitad del camino, y que como tal, es el lugar más alejado a cualquier otro lugar.

Cada vuelta a Casa, ésa que se escribe con mayúsculas porque es tan singular que aún no teniendo ni paredes ni tejado en ella todo permanece, es un trampolín de emociones, que lanza alegrías y tristezas con la misma intensidad.

Cada visita de Familiares y Amigos, en las que los Familiares son más Amigos que nunca y los Amigos aún más Familia de lo que siempre han sido, es un cuento de cenicienta en el que tarde o temprano las doce acaban llegando y devuelven casi todo al estado en que se lo habían encontrado, aunque siempre dejan olvidados un par de zapatos nuevos que ayudan a seguir recorriendo el camino.

Y mezclando todo esto con la vida que aquí sucede, sale la siguiente historia de contrastes.
 

Amordazó a las paredes que la reflexión había levantado. No se arriesgó a mirar de reojo al lugar donde las palabras se habían apartado. La imagen en el espejo había emprendido un viaje de ida y vuelta con aires de desafío cuyo billete había olvidado decir cuándo se llegaba a la mitad del camino.

El orgullo era un viejo comerciante, y esperó a que el momento oportuno se cocinase y el hambre dejara de bostezar para ofrecer su mercancía, algo a lo que sería muy difícil responder con un simple no.

La imagen en el espejo salió a descifrar los mensajes en esos aires de desafío, llevada por la corriente que su tenaz inquietud generaba. Se preguntaba desde hacía un tiempo qué ocurriría si rozaba aquel agua tendida y desnuda de filtro con la punta de la curiosidad. Quería sorprender a esa piel húmeda, y erizarla con la ternura que regalan las caricias de la inexperiencia, imaginando el momento de liberarla del lecho labrado con el paso del tiempo...por el paso del tiempo.

Soñaba con el instante de hacerla revolotear alrededor las manos, con un rumbo tan atrevido como incierto, y tan errático como el de la joven golondrina que se aventura a abandonar el nido por primera vez, sin saber si sus alas ya han aprendido a sostener el imponderable peso de su instinto.

El agua artificial que todos los días le empapaba había dejado de ser el placebo que las ilusiones sin raíz y las verdades sin tapiz habían aprendido a beber para saciar su sed malacostumbrada. De diluvios, sin sequías que sofocar. Y de calmas, sin tempestades que aguardar. Malacostumbrada.

Necesitaba aclarar su rostro con la inocencia de esas gotas tan únicas como indistinguibles, y tan cristalinas como involuntariamente embusteras. Tan embusteras que, al mirarlas a través, hacen ver los finales más cerca cuando en realidad están más lejos...y los comienzos más lejos, cuando en realidad están más cerca.

Y de esa forma, se aclaró la mirada. Alisando las pestañas hacia unas mejillas a las que la razón no alcanzaba a refrescar, ruborizadas por la impaciencia de querer abrir los ojos con demasiada prisa. La prisa que siempre lleva colgada la emoción a las espaldas. Todo sin apenas calcular si era demasiada ilusión para un solo cargamento. Pero de esa forma, se aclaró la mirada.

En sus pupilas cristalizó la decepción al ver que el agua desnuda de filtro que corría delante de sus ojos ya enjuagados se negaba a devolver el reflejo prometido, después de limpiarse el rostro con unas gotas tan únicas como indistinguibles, y tan cristalinas como involuntariamente embusteras.

La imagen en el espejo amenazó con dar media vuelta y deshacer el camino. Se amenazó a sí misma, porque fue demasiada ilusión para un solo cargamento comprobar que no era el agua desnuda de filtro la que negaba el reflejo. Ella no era. Eran esas lágrimas postizas que se desprendían de su rostro aclarado con tanta prisa, la prisa que llevaba colgada la emoción a las espaldas y que hacían caer a esas lágrimas, postizas lágrimas, justo encima de un espejo que no sabe devolver miradas cuando las gotas salpican cerca de su cristal.

Aún así, quiso esperar a que las gotas se cansaran de exclamar círculos en el agua. Quiso esperar a que el rostro secara a merced de la corriente que su tenaz inquietud generaba. Quiso esperar a que el espejo dejara de tiritar. Y después, sólo después, pudo leer en su imagen reflejada el mensaje que anhelaba desde el principio, sin advertir que los espejos transforman en diestras a las manos zurdas. Y en zurdas a las manos diestras.

En ese momento, el orgullo, aquel viejo comerciante, ofreció su mercancía: una dosis de nostalgia. La que nunca se deja buscar, pero que a veces se deja encontrar. El viejo comerciante dejó la nostalgia en el umbral de la flaqueza para hacer tropezar a la imagen en el espejo y dejarla delante del oasis en el mar cubierto de polvo. Sin preparación y sin aviso. Como si fuera una obra de teatro representada en medio de la calle. Y ahí, en ese lugar desconocido y cuidadosamente improvisado le invitó a quedarse para espiar lo que se siente al echar tantas cosas de menos. Y aprender a disfrutarlo, como si fuera una droga a la que sería muy difícil responder con un simple no.

En la primera dosis, sus noches en vela se tiñeron con fugaces vuelos de mariposa que entraban y salían de los sueños, abanicando las hojas de los recuerdos, revolviéndolos y tomándolos prestados de sus raíces para hacerlos danzar formando una espiral de emociones en la que se sentía el centro del universo. Y cuando las mariposas dejaron de aletear, la noche no quedó ordenada como al principio estaba colocada. Aunque para entonces ni siquiera la recordaba como un lugar tan conocido, porque la nostalgia se había encargado de desmontar los escenarios que un día quisieron parecerse a lo que nunca podrían llegar a ser.

En la siguiente dosis, el tramposo azar escogió cuidadosamente las hojas de los recuerdos que más deseaba mirar, bien porque le hicieron ser importante, bien porque le hicieron ser feliz. Y consiguió imitarlos con tanta exactitud que le hizo pensar que no necesitaría nada más para volver a ser importante, que no necesitaría nada más para volver a ser feliz. Y cuando las doce terminaron de sonar, las hojas se le habían escapado de entre las manos, como se escapó el agua con la que se quiso aclarar el rostro. Aunque para entonces ni siquiera lo recordaba como una fantasía, porque la nostalgia se había encargado de borrar las huellas de su cordura con la arena del mar cubierto de polvo.

Las dosis se sucedieron y jugaron con las hojas de los recuerdos como si fueran los naipes en un solitario en el que no sólo se dejar de ganar, sino que además, nunca se deja de perder. Y fue en ese momento cuando la imagen en el espejo tuvo que quitar la mordaza a las paredes que la reflexión había levantado y mirar de frente al lugar donde las palabras se habían apartado, para emprender el camino de regreso con el síndrome de abstinencia haciéndole compañía, al tiempo que desenterraba huellas y volvía a montar escenarios.

Síndrome de abstinencia que es la realidad de la que se alimentaban los recuerdos. Y también es el sacrificio que le enseñó a comprender que prefería tener frente a sus ojos a una realidad que cojea de espaldas a su mirada y a la que a veces no le resulta fácil reconocer, en vez de sentir la pureza de su recuerdo golpeando silenciosamente la puerta de su memoria. Que prefería contemplar y escuchar, hablar y abrazar a los protagonistas de los recuerdos, en vez de invitarles por la noche a representar una obra en el oscuro teatro para cuando ya las almohadas son las únicas consejeras. Que prefería luchar, y llorar en la alegría del reencuentro, aunque después tuviera que volver a hacerlo con rabia, aunque con la ilusión nuevamente arraigada, en la tristeza de la despedida.

Hubo aquí una historia de contrastes, como los que habría, si se estuviera muy lejos, entre la lucha contra una droga inmaterial y la adicción a un síndrome de abstinencia.

Y resultaría imposible experimentar un mejor síndrome de abstinencia que el de compartir el tiempo con todo y con todos a los que se echa de menos, si la nostalgia, claro está, fuera una droga inmaterial.


miércoles, 27 de agosto de 2014

En el deshielo del lago

El destino fue un niño travieso, que pataleó y desdeñó con su mirada la llegada de una postal que no quería revelar de qué puño salía su letra. Y aunque meditó y levantó los ojos, la postal ya se había colado en medio de la tierna consciencia, pese a que nadie salió a recibirla. Por eso, mas no sólo por eso, resonó durante un tiempo como la canción de los pensamientos invisibles y las ideas involuntarias que deambulan por la mente, presas de cadena perpetua.

Jugando a desnudar los huecos que el silencio quiso guardar para sí mismo, la postal fue robando rincones, hasta que presintió que había conquistado todos los lugares, incluso aquellos vírgenes de explicación, que ni la pasión ni el miedo, con toda su fuerza arrolladora, habían sido capaces de ocupar. Pero antes de ser olvidada, la postal derramó un vacío incontestable, tan incontestable que ni el travieso destino tuvo fuerzas para desdeñar con la mirada.
El tiempo, con su larga zancada, dejó caer sobre ella el telón del olvido que con suave seda negra insinuaba la forma de lo que dentro se ocultaba, sin dejar pasar ni una sola chispa de la luz inquisidora. Una habitación oscura siempre fue el mejor aliado cuando se necesita perder de vista al movimiento, aunque el peor adversario cuando al despertar súbitamente urge saber que el mundo se sigue moviendo.
Con una tenaz reincidencia, la postal lograba burlar al telón del olvido para dejarse recoger allá donde nadie la esperaba, tras haber sido iluminada de nuevo por las gotas reflejadas de sueños casi olvidados que habían sobrevivido en el refugio que siempre se halla saliendo de la razón, camino del corazón.

A veces, quizás las menos, llegaba más lejos de lo que nadie hubiera figurado, empujada por vientos nunca aventurados y recibida con gestos aún demasiado blandos para ser considerados abrazos. Un lago lleno de vivencias personales mostraba por una de sus caras. Muchas frases inacabadas, mostraba por la otra. Cuando la vida se expatrió a otro lugar y el viento dejó de empujar, la postal reposó, aunque no sabía por qué cara acabaría reposando...y como un pajarillo herido se dejó recoger, y volvio a ser leída...
...y decía que cerca del lago resonaban los ecos de una canción favorita que invitaban a buscar un lugar tranquilo donde apoyar el peso del equipaje, dejarse envolver y encajar como una pieza más en el singular puzle que se tendía alrededor. El esfuerzo del guerrero a veces sólo necesita ser premiado con la caricia y el sosiego del agua del lago, y el abrazo inaudible de la tupida sombra del árbol de la paciencia.
...y decía que era verano, y en verano la noche y el día jugaban a despedirse al alba, cuando aún era demasiado pronto, para reencontrarse de nuevo en el ocaso, cuando ya era demasiado tarde. Pasaban tanto tiempo dándose la espalda que nunca podían tumbarse juntos para señalar con dos manos y un solo dedo la estrella que iluminara fugazmente el camino que nunca podrían emprender juntos.
...y decía que los ecos de una canción favorita fueron el cobijo perfecto en el sofocante verano, donde el guerrero cayó rendido ante rojizo vestido que el atardecer había tomado prestado. Cayó entregado pensando en su habitación oscura, deseando perder de vista al movimiento, olvidando que la caricia y el sosiego del agua algún día tornarían en la rugosa piel teñida de blanco que el hielo implacable enfunda al lago adormilado.
...y decía que allí, en el hielo, todo se percibe distinto. Allí, los latidos apenas sobresalen de la temible línea recta. Allí, se puede abandonar el mensaje en la botella sin temor a que aparezca en la orilla equivocada. Allí, se comprende que una estrella es auténtica cuando consigue brillar en el cielo claro del mediodía. Allí, se congela la valentía de los sueños confesados mientras la cobardía de los sueños por los que nunca se ha luchado sigue líquida y recorriendo las venas. Allí, las cicatrices sólo son las marcas que en el cuerpo olvidan su dolor memorizado. Allí, todo sobrevive pese al escaso aire que se deja respirar.
En el deshielo del lago el guerrero despierta de noche, y busca con ansiedad que el mundo se siga moviendo. Un mundo que se sigue moviendo bajo la piel teñida de blanco, donde se abre paso una postal que no quiere revelar de qué puño sale su letra, empujada por el líquido de los sueños a los que la cobardía le torció su destino. Un destino travieso durante el invierno, y durante el verano, niño.

 

martes, 11 de febrero de 2014

Cambiarlo todo

Cuando los sonámbulos levantan su telón en medio de la esperada fiesta, no siempre encuentran las palabras para describirla. Eso no la hace menos real. Sencillamente la hace indescriptible.

Aquel sonámbulo no sabía si la paciencia o la indolencia le había llevado hasta allí, no lo sabía. Lo único que sabía es que para emprender el camino de vuelta los sentidos tendrían que aprender a sentir de forma distinta, y aquello que sientan de nuevo será lo que por siempre le acompañará, sin importar lo alejado que se encuentre el destino.

Y aquello que sientan de nuevo, aquello que perciban otra vez, habrá sido fruto de cambiarlo todo, probablemente para conseguir que todo siga igual.

Cambiarlo todo es trotar por una tierra que no pertenece a tus pies y adentrarte por caminos desconocidos hasta llegar al muro de los nuevos límites. Una tierra en la que no puedes reconocer las huellas de los que siempre te han acompañado a los lugares donde, aún con miedo, siempre te sentías protegido.

Crees que no sabes andar y por eso tropiezas y caes. Lo vuelves a intentar y terminas de nuevo en el suelo, y asimilas que para que todo siga igual la única forma de trotar por una tierra que no pertenece a tus pies es poner una pierna delante de la otra, y dejarte llevar.

Cambiarlo todo es escuchar palabras que no producen eco en la memoria de tus oídos, con nuevas canciones y nuevas melodías, tan distintas que no puedes distinguir si van o si vienen, si son por ti o son para ti, contigo o contra ti. Unas palabras en las que no puedes encontrar los consejos o las distracciones de los que de verdad te importan, porque cuando se trata de calmar el dolor, las dos medicinas siempre fueron buenos remedios.

Crees que la distancia las ha despojado de toda su ternura, y descubres que para que todo siga igual tienes que desvestir con cariño las palabras de los que de verdad te importan, cuidadosamente abrigadas para llegar hasta tus oídos después de recorrer el largo camino. Y entonces, y sólo entonces, abrazarlas con todas tus fuerzas y esperar a que vuelvan a producir eco en la memoria de tus oídos.

Cambiarlo todo es hablar con sonidos que no encajan en el molde que el tiempo le ha dado a tus labios, sonidos con nuevas formas y nuevas medidas. Unos sonidos que no llegan a quienes siempre solían llegar, que se congelan y se quedan inmóviles, cristalizan y se rompen en pedazos nada más salir del umbral de tu boca. Sonidos que no sientes como tuyos, porque de nada sirve hablar si no hay nadie que reciba el mensaje.

Crees que esos sonidos son las piezas que no encajan en el nuevo puzle que te ha tocado construir, e intuyes que para que todo siga igual tienes que hablar con el calor que la nostalgia ha forjado en tu garganta, y derretir el hielo, moldeando los sonidos que nunca tuviste miedo de producir, para hacerlos encajar otra vez en el molde que el tiempo le ha dado a tus labios.

Cambiarlo todo es convivir con el aire de la incertidumbre y saber que es el único alimento para tu instinto, sin que encuentres otra forma de saber que estás haciendo lo adecuado. Un aroma de vacío y de silencio que deja su sello en cada decisión que tomas y la impregna de los mismos titubeos que el niño dibuja en el aire cuando se atreve a pintar sus primeros pasos sobre el suelo.

Crees que llevará tiempo volver a respirar con confianza, porque dejaste atrás los ingredientes que le daban firmeza a tus decisiones, y aprendes que para que todo siga igual tienes que equivocarte y llorar, y lamentar tu error, y después quemarlo a fuego lento e inhalar de él la enseñanza de lo que pudo ser y por algún motivo no fue.

Cambiarlo todo es mirar y rebuscar en el paisaje, y no divisar ni un solo rincón familiar, un paisaje terco al que le da igual ser observado de noche o de día porque siempre te va a regalar el mismo y obstinado significado de indiferencia. Un paisaje desnudo de las luces que el sabio tiempo se encargó de levantar como faros que llevan barcos a puertos ajenos.

Crees que no usarás la brújula en tu camino, porque cuando estás perdido ya todo da igual, y los ojos se niegan a reconocer el horizonte de mil disfraces y un solo atardecer, y te das cuenta que para que todo siga igual tienes que esperar a que el tiempo empape los caminos de rutina, y después comenzar a elegir rincones cotidianos hasta que sin darte cuenta los comiences a llamar hogar.

Cuando aquel sonámbulo levantó su telón en medio de la esperada fiesta, reconoció a alguien que no llevaba invitación. A esa fiesta no. A alguien que siempre se había encontrado la ventana gentilmente entornada cada vez que, sin pretenderlo, había asomado la mirada entre los barrotes de una coraza bien protegida por el tiempo.

Y sin pretenderlo, fue encontrada en medio de un escenario que no había sido minuciosamente decorado para su lucimiento, sino para quien se había ganado el derecho de exhibir, con cierto orgullo, el fruto del penúltimo capítulo del libro inacabable de los desafíos.

En lo alto del escenario comenzó a repartir las cartulinas de las preguntas que no se deberían voltear si no se quieren encontrar las respuestas que nunca se querrían conocer.

Así es la venganza que sirve la indolencia cuando libre y despiadada es encontrada en medio de un escenario que había sido minuciosamente decorado para una paciencia agotada tras el largo viaje.

Y aún agotada tras el largo viaje, volvió a luchar como se esperaba de ella. Volvió a luchar por escribir el penúltimo capítulo del libro inacabable de los desafíos. Porque sabía que había llegado hasta aquí con el objetivo de cambiarlo todo. Cambiarlo todo para conseguir que todo siga siendo igual.


lunes, 9 de septiembre de 2013

Cuando todo haya terminado

Para resistir las vueltas que improvisa el destino el remedio más eficaz siempre fue clavar la mirada en un punto fijo. Lo difícil es encontrar uno cuando todo se mueve tan deprisa que hasta el viento esculpe una espiral que engulle la luz que solía desfilar a tu alrededor. Pero no hay fuente de energía eterna, ni tormenta que dure toda una noche, por lo que lo mejor podría ser acostarse y que alguien te despierte cuando todo haya terminado.

Los astronautas son criaturas privilegiadas capaces de descubrir el guiño que la Estrella Polar dibuja después de haber girado varias veces alrededor de su propia sombra. Ellos son los que en la gallinita ciega tardaban un instante en tocar con los dedos a la voz más insensata que decía da tres vueltas y lo encontrarás. Son los que salían del Enterprise en el Parque de Atracciones como si lo hicieran de un ascensor, o los que llegan a la salida del Ikea sin desgastar lo más mínimo las suelas de sus zapatos o despilfarrar una buena dosis de su paciencia.

Si a cualquier vulgar criatura nos pusieran a buscar la aguja y el dedal después de haber sido arrastrados por las vueltas que improvisa el destino, nos costaría media eternidad encontrar las voces sin caer al suelo. Y otra media eternidad, si cabe, el acostumbrarnos de nuevo a la luz después de quitarnos el pañuelo, y así dejar de ver sombras donde sólo había destellos o destellos donde sólo había sombras.

Y en medio de tanta vuelta, el verano se lanzó al aire como una lupa con cara y cruz para quedar a merced del sol impenitente.

Unos veranos pasan de puntillas a los ojos de tu diario, y anotas algo, más para asegurarte que no se secó la tinta de la pluma que por el hecho de que sea realmente memorable. Otros, son tsunamis disfrazados de olas de calor que se llevan por delante todo lo que supuestamente estaba bien amarrado a puerto, y dejan el salvavidas tan lejos que sólo te quedan ganas de dormir y esperar que alguien te despierte cuando todo haya terminado.

Veranos que son niños caprichosos que lo quieren todo y lo quieren ya, como si no hubiera un mañana para disfrutar de los juguetes, porque temen que llegue el hombre del saco y se los lleve a ellos o a los juguetes, aunque los unos sin los otros no tengan razón de ser. Son estrellas que quieren ser el centro del universo y conseguir que todos los planetas dancen al ritmo de su son aunque pertenezcan a un sol distinto. Son imanes mórbidos que te dejan exhausto después de intentar sin recompensa separarte de su influencia hasta que finalmente quedas rendido a su atracción.

En el verano emprendiste un camino inexplorado, y antes de ser iniciado sabías que en algún momento lo devolvería todo a su sitio, aunque su sitio pudiera no ser el mismo que ocupaba antes.

Pero te das cuenta que la vida no cambia tanto. Igual que la piel de la tierra cuando se observa con poco tiempo de diferencia. Ese poco tiempo en el que los volcanes extinguidos son incapaces de latir de nuevo. Ese poco tiempo en el que los volcanes con sangre en las venas no paran de arrojarla hacia fuera. Y ese poco tiempo en el que los volcanes que esperaban durmiendo seguirán condenados a su sueño, quizás de manera perpetua.

Después de alguna carrera en la que el corazón galopaba a 170 y te ordenó parar, pasear ahora con un corazón a 70 y no dejarle trotar a más de 150 te hace creer que estás parado y no está pasando nada. Y en realidad lo que pasa es la vida, a su ritmo y a su compás. Pero la vida, más que pasar, sucede. Y quizás lo que te atormenta es presentir y negarte a presenciar cómo el pulso desfallecerá cuando llegue septiembre. Pero siempre podrás dormir y esperar que alguien te despierte cuando haya terminado.

Cuando todo vuelva a su equilibrio, sentarse delante de la ventana podrá parecer una rutina. Y rebuscar entre las fuentes de inspiración será una tarea delirante cuando quieras decir algo y no aparezca delante ningún sendero, ninguna corriente de agua que te lleve río abajo hacia tus conclusiones. Ya estarás demasiado lejos para salirte del camino y adentrarte en lo que sabrías que tiene un principio, pero no sabrías si tiene un final.

Sin embargo te das cuenta que también eres una criatura privilegiada, que por muchas vueltas que haya improvisado el destino siempre podrás señalar dónde queda el Este tras el primer desperezo de la mañana. Y también tienes la suerte de tu parte porque aunque fallaras alguna vez, la máquina de bolos volverá a colocarlos todos juntos para darte de nuevo la oportunidad de hacerle un strike a tus temores.

A su cita siempre llega septiembre, puntual y ajeno a las plegarias que todo el mundo hace para retrasar su venida. Pero en éste nadie te obligará a jugar todas las partidas de bolos. En éste nadie te obligará a arrancarle todas las hojas a su calendario. Esta vez podrás elegir quedarte en la cama y decidir que alguien te despierte cuando septiembre haya terminado.





jueves, 1 de agosto de 2013

Sólido, líquido, gas. Vuelta a empezar

Reflexión sobre la química de un sueño cumplido...

El misterio es saber de dónde nace un sueño, ¿del vacío silencioso en vigilia de la nada o de la tierra fértil en espera ser cultivada para devolver a las manos agrietadas el fruto de su trabajo? Nadie lo sabe, pero un día el sueño llega por correo certificado, disfrazado de paquete sorpresa, sólido e inerte, esperando a que le cortes el cordón umbilical y así empezar a respirar por sí solo con ritmo díscolo y desenfrenado.

Y mientras te decides a cumplirlo, el sueño permanece ahí, inmóvil y sólido, paciente pero presente, ocupando un lugar que ningún otro paquete sorpresa podrá ocupar. Porque mientras sea un sueño, mientras sea tu sueño, le pertenece su lugar en tu estantería.

Sólido, como el sentimiento sólo sentido, sólo pensado, jamás contado y ni mucho menos expresado. Tan sólido que lo puedes tocar con las manos y sostener, y controlar, y ocultar, y decidir qué hacer con él.

Pero un día te levantas y decides sacar al sueño de tu estantería, y desempolvarlo. Sabe Dios cuánto tiempo llevaba ahí, callado por fuera aunque murmurando por dentro, reclamando una decisión sobre su destino, para bien o para mal, porque todos los sueños no son tan dichosos de tener el campo abierto para corretear.

Y decides poner a rodar a tu sueño, y lo que antes era sólido, inmóvil e inerte, se ha convertido en un líquido travieso que se te cuela entre las piezas de un puzle que estaba completamente encajado. Pero aún así puedes dirigirlo y vigilarlo, llevarlo por caminos apropiados para que no se escape ni una sola gota de la esencia que lo hizo nacer del vacío silencioso o de la tierra fértil en espera de ser cultivada.

No sabes lo largo que puede ser el camino. Ni sabes si te llegarán las fuerzas para completarlo. Ni siquiera sabes si realmente hay un camino para llevar a tu sueño, sueño líquido, vivo e inquieto al lugar que un día le dijiste que sería su ansiado paraíso. Pero eso no importa. Es tu sueño, y si la niebla cierra tu camino o la luna nueva se despierta otra vez traviesa por la noche, te abres paso entre una incertidumbre que en ciertas ocasiones se pone a jugar a tu favor.

Líquido, como el sentimiento sólo contado, sólo escuchado, jamás demostrado y ni mucho menos concebido. Tan líquido que aunque lo quieres mantener entre tus manos, tiene tantas ganas de escapar y tantos huecos para hacerlo que es un desafío mantenerlo unido para evitar que sea libre del todo.

Luchabas tan fuerte que realmente olvidaste cuánto quedaba para la meta. Subiste al lugar sagrado donde las palabras se escuchan de cara y el vértigo te privó de disfrutar del instante, porque creíste que ese instante no te pertenecía. Y atravesaste la meta a tanta velocidad que no gozaste del éxtasis del ganador que con brazos extendidos abraza su victoria. Y lo que antes era líquido, vivo e inquieto, se convirtió en una nube de gas, como la que dejan los magos justo después de haber realizado su último truco. Y ya no puedes ni tocarlo si sujetarlo, ni dirigirlo ni vigilarlo, porque el sueño, ya cumplido, ha pasado a un estado que nunca sabrás si es real o ficticio, aunque habrá dejado tras de sí una estela inolvidable.

Y después de comprobar que no ya queda nada en la habitación y bajar la persiana, apagas la luz y miras hacia atrás para añorar lo que nunca tuviste, y recordar lo que ya no puedes distinguir entre la obstinada oscuridad. Tienes que tirar de la puerta con firmeza porque el vacío se resiste a quedar encerrado y vivir entre paredes de olvido, únicamente ocupadas por sueños cumplidos que en forma de gas tratarán de escapar de entre sus ladrillos.

Gas, como el sentimiento sentido, pensado, contado y demostrado. Y concebido en la fusión de dos voluntades que saben lo que hacen, y hacen lo que saben. Tan gaseoso que sólo podrá ser percibido, pero nunca más tocado o sostenido, controlado u ocultado, dirigido o vigilado.

El día después de cumplir un sueño no resulta fácil fijar la mirada en algún punto del paisaje, porque el horizonte mismo se ha retorcido para coger una nueva postura, y con él ha arrastrado todo lo que tenía por encima y por debajo. El día después crees que le has dado la vuelta al reloj de arena y te das cuenta que lo que ha volteado es la propia mesa que lo sostenía.

Vuelta a empezar. Con el vacío silencioso o con la tierra fértil en espera de ser cultivada. Sin un sueño, o con tantos que no distingues la diferencia. Quizás sea un buen momento para cambiar y, como dice alguien a quien guardo en un lugar privilegiado, ser feliz haciendo aquello que te haga sentir bien a ti mismo.

Una buena manera de empezar es practicando aquello de "aprovechar el momento", o para que quede más retórico, practicando el "Carpe Diem". Y ya que ahora voy a estar otro lado del charco, lo voy a practicar en inglés: "Seize the day".









jueves, 16 de mayo de 2013

Luna nueva


Quizás el camino se encuentre en Google.

No hace falta más que acercar las palabras “Luna nueva” a la sabuesa nariz de Google para que empiece a mover la colita. Y como si ésta fuera la hélice que impulsa su instinto, se dirige con ladridos digitales, a veces más humanos que muchas voces del mundo real, hacia una madriguera repleta de resultados deseados y no deseados, rebuscando nuevamente en la realidad que nos ha tocado vivir.

En esta ocasión me van a tener que disculpar los seguidores de la saga Crepúsculo, porque en la búsqueda de la luna nueva no se encuentra nada que tenga que ver con las aventuras de la bella Bella. Todo esto sin ocultar mi sorpresa al comprobar que es una saga que ha atraído a jóvenes, adultos y algo-más-que-adultos, cada uno poniendo sus excusas para sentarse delante de la pantalla, excusas que en su gran mayoría son tan irracionales como las que ponemos después de habernos llevado a la boca una onza de chocolate.

En esa búsqueda tampoco se van reflejar los aficionados, entendidos y profesionales de la astrología. Cierto es que me gustaría preguntarles si existe una enigmática relación entre las fases lunares, los signos del zodiaco y las palabras que se vierten sin filtro alguno desde las fauces de una clase política que únicamente está preocupada por mantener su estatus inalterado. Pero eso formará parte de otra cruzada, que tiempo habrá para ello.

Y aunque pueda resultar extraño, la búsqueda no me ha hecho retroceder más de 40 años atrás en el tiempo para recordar al legendario Neil Armstrong dando sus primeros pasos en una luna tan nueva para la Humanidad como antigua para la Tierra. En esa luna nueva, como en tantas cosas que hacemos los humanos, nos dejamos el alma con la única ambición de pisar primero y dejar huella, para luego, después, no hacer nada.

Pero no siempre aparece la luz que estamos buscando. Nos hemos colocado tantas de veces delante de la página principal de Google con una idea clara de lo que buscábamos, que nos frustramos cuando no tenemos la fortuna que creemos merecer para dar con la combinación perfecta de palabras que nos guíen en la oscuridad hacia nuestra anhelada pista de aterrizaje.

No, el camino no está en Google.

Para una ilusión frágil y desconfiada no es bueno comprobar cómo pasan los días y la luna se divierte y juega. Tan pronto emerge sonriendo en compañía de la noche, como se cruza en mitad del día pasando de puntillas por delante de nuestra terraza. Tan pronto se agiganta en la malvada frontera que separa al cielo del suelo, como pretende confundirse entre las estrellas anónimas del firmamento.

Mas, cuando no aparece, la esperanza se envenena. Ni aun sacudiendo los cuatro puntos cardinales hay rastro de su presencia. Ni siquiera se asoma poniendo tierra de por medio con una ciudad cuyas luces nos quieren hacer creer cruelmente que la hemos encontrado. Tampoco sirve de nada repetir el ritual que nos condujo hacia su guarida la última vez que la vimos mostrarse.

Ya casi no recuerdo cuándo fue la última vez que me devolvió la mirada, detrás de su velo de misterio, sonriendo con mejillas infantiles y ojos de dibujos animados. No hace tanto tiempo, pero casi no lo recuerdo.

Y no sé cómo lo hace, pero siempre me termina sorprendiendo. Continuamente estuvo ahí, y aun en la oscuridad, nunca dejó de mirarme, silenciosa y prudente, cuidando de no cegarme cuando lo fácil habría sido lo contrario. Enseñándome que en la lucha por encontrar las palabras que perfilan a un sueño se halla el camino que lo hará realidad.

Con una única cara nos regala infinitas vistas. Y aunque no alcances a verla, siempre estará mirando una luna nueva.